miércoles, 26 de septiembre de 2012

Artículo sobre el libro "No Hay Causa Perdida"

"No Hay Causa Perdida"

Artículo sobre el libro "No Hay Causa Perdida"

Ex Presidente Álvaro Uribe
Álvaro Uribe se confiesa

Por Semana.

En su libro 'No hay causa perdida', de la editorial Penguin, Uribe habla descarnadamente sobre la muerte de su padre, los momentos más difíciles de su gobierno y su vida íntima en el poder.

El día más triste de su vida 



Uribe revela por primera vez qué pasó cuando las Farc asesinaron a su padre. 



“Mi padre fue asesinado en la tarde del 14 de junio de 1983 durante un intento de secuestro. Le dispararon dos veces; una en la garganta y otra en el pecho, el disparo que lo mató. Tenía 50 años. De acuerdo con los testimonios de nuestros vecinos y de los trabajadores de Guacharacas, el crimen fue cometido por cerca de 12 hombres del llamado frente 36 de las Farc. Esa noche creímos que los sicarios habían secuestrado a mi hermana, pero para nuestro alivio descubrimos que una profesora la protegió por varias horas; la lealtad hacia mi padre la llevó a arriesgar su propia vida. Santiago permaneció varios días en estado crítico en el hospital; fue un milagro que hubiera sobrevivido. Los criminales responsables del ataque nunca fueron capturados.

Quienes conocieron la amabilidad y la generosidad de mi padre lamentaron la tragedia y cerca de 10.000 personas de todo el país asistieron a su entierro. En mi familia su asesinato tuvo, a través del tiempo, consecuencias desgarradoras e impredecibles: Jaime –el único hermano a quien la gente solía describir como el heredero del sentido del humor y la alegría de vivir de mi padre–, incapaz de aceptar su muerte no volvió a ser el mismo; murió de cáncer de garganta en 2001. Mi medio hermano Camilo creció sin su padre: solo tenía diez meses en el momento del asesinato. En el entierro, mi esposa Lina se sintió mal; días después nació nuestro segundo hijo tres meses prematuro y con muy pocas probabilidades de sobrevivir. 



Trece años después llegó la tragedia final a Guacharacas. El 25 de febrero de 1996 –yo ejercía entonces como gobernador de Antioquia– militantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) irrumpieron en la finca y quemaron la casa. Unos días después un trabajador que había crecido en la finca y amado a mi padre nos propuso quedarse en la propiedad y hacerse cargo de lo poco que quedaba. Le dijimos que sí. El ELN lo mató el 31 de mayo de ese mismo año. 



Amaba a mi padre y lo extraño todos los días. La tragedia de Guacharacas marcó en mi vida personal y profesional un punto de quiebre cuya influencia tal vez sea inconmensurable. Pero no en la forma en que muchas personas afirman. 



En ocasiones se me ha descrito como una especie de Bruce Wayne suramericano: un niño privilegiado que juró vengar la muerte de su padre asesinado por unos bandidos. Dispuesto a hacer pactos con el diablo y a tolerar todo tipo de abusos con el fin de llevar a cabo mi “misión” sin importar el precio, entré a la política y llegué a la Presidencia –según quienes así piensan– para vengarme de las Farc y de todos los grupos de izquierda. 



Debo admitir que esa interpretación, si bien es falsa, no es del todo irracional si se tiene en cuenta el pasado de Colombia. Muchos de los capítulos más tristes de su historia se han escrito con la sangre de aquellos que buscaban vengarse. Desde las guerras civiles del siglo XIX hasta la Violencia de la década de los cincuenta y, en los últimos tiempos, las muertes generadas por el narcotráfico, muchas milicias y grupos armados han engrosado sus filas con personas que tomaron las armas para vengar a un padre asesinado, una hermana violada, un familiar o amigo al que robaron sus tierras. También viví tan dolorosa tragedia y sentí la intensidad de las emociones que produce, en particular la rabia. Creo que quienes sufren una pérdida por causa de la violencia tienen que tomar una decisión y que la mayoría de los colombianos optaron por tomar el mismo camino que yo seguí. (…) 



En 1983 cuando mi padre fue asesinado, yo tenía 30 años. Comenzaba a ascender en la vida pública: había desempeñado ya varios cargos, entre ellos el de la Alcaldía de Medellín. (…) En los años siguientes hablé lo menos posible del asesinato de mi padre. Fui elegido concejal y senador, llegué a gobernador de Antioquia y luego a presidente de Colombia, y muy rara vez mencioné a mi padre en discursos y reuniones. Quería evitar que mi imagen pública fuera asociada con una idea de martirio o con la falsa impresión de haber incursionado en la política motivado por la tragedia familiar. En una entrevista concedida después de dejar la presidencia de los Estados Unidos, George W. Bush anotaba que en ninguna de nuestras múltiples reuniones se había mencionado el tema de mi padre. Creí suficiente decirle que soy uno de los muchos colombianos que ha sufrido por culpa de la violencia”. 


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